Pedro Ortiz Bisso

La elección de Lima como sede de los Juegos Panamericanos, a solo cinco años de haberlos organizado por primera vez, es una prueba inequívoca de que Dios es peruano (por más que pareciera que se olvida de sus paisanos por largas temporadas). La organización de un evento de esta dimensión suele ser un disparador de desarrollo que trasciende las fronteras deportivas. Que nuestra precaria urbe reciba por segunda vez la oportunidad de hacerlo es inaudito. Y que no la aprovechemos sería sencillamente un crimen.