Camila   Zapata

Cuando el reloj marcó las 8:30 p.m. y el árbitro raspó su garganta dirigiendo el pitazo inicial, en las tribunas teníamos la certeza de que no podíamos perder. No otra vez. Y mucho menos contra Nicaragua. Nos negábamos con actitud necia. Era el inicio de una nueva era. La era de . El renacimiento de laal mando del último campeón nacional. El triunfante 3-5-2 desplegado en el campo.

Entonces, Andy Polo dibujó un lateral, recibió, se devoró la banda derecha de Matute y esforzó un centro que adornó el área. Nos paralizamos. Había hecho lo mismo que en la final del año pasado para levantar el título con el ahora profesor de la selección peruana de fútbol. Esta vez, a Polo lo esperaba en el área Paolo Guerrero para que gritemos su gol. Pero no llegó a conectar con el balón. Por detrás del ‘9′ y capitán, aparecería uno de la nueva camada, del famoso recambio generacional, ese que nos gusta tanto porque nos ha funcionado antes: Joao Grimaldo, quien deslizaba la pelota con el borde externo para que todos chilláramos de alegría. Habíamos metido un gol, carajo. Estábamos ganando.

Acostumbrados a las derrotas y desencantos, ya era bastante estar gritando a los dos minutos de juego. Y, por si fuera poco, solo 10 más tarde, otra vez aparecería Polo. El lateral volante volvió a dominar el espacio en su zona respaldado siempre por Cartagena y entregó un pase para que Gianluca Lapadula le pegue en primera. Dos a cero, cuchicheábamos en el estadio mientras abríamos los ojos como desquiciados.

Nos habíamos desilusionado, nos habíamos separado de nuestra selección el último año. Porque para un país futbolero, su selección es casi como una relación amorosa. La nuestra se había vuelto apática y hasta a veces tóxica.

Pero nuevamente surgía la posibilidad de volvernos a enamorar. Porque, aunque ha sido un mínimo detalle de amor ganar un amistoso ante una selección número 134 del ránking FIFA, justamente era eso lo que necesitábamos: un pequeño signo de esperanza. Una mínima victoria que nos deje dormir tranquilos.

Así lo había diseñado Jorge. Dos amistosos para entender el sistema y observar jugadores. Dos partidos para la gente. Dos recintos populares donde el fútbol se siente como una caldera monumental.

Ya no coreábamos “Messi, Messi, Messi”; ahora lo hacíamos con “Sonne, Sonne, Sonne”. Y claro, a Fossati no le hizo ninguna gracia. Parecíamos un teatro. Pero ya se acostumbrará, porque esto es lo que somos: dramáticos y, sobre todo, románticos empedernidos. Un país fragmentado al que lo emociona y une la pelota cuando se trata de nuestro escudo .

Camila Zapata es Periodista