Fernando  Bravo Alarcón

Ninguna gestión del riesgo de que se precie de seria y efectiva puede desconocer los puntos de peligro del territorio en el que opera, sobre todo cuando existe certeza científica de respaldo. Y si históricamente dichas zonas de riesgo ya fueron golpeadas por destructivos fenómenos naturales, sería imperdonable que decisores informados se quedaran con los brazos cruzados.

El caso de la laguna , en Áncash, encaja en esta caracterización. Se trata de un cuerpo de agua que, por el calentamiento global, ha incrementado geométricamente su volumen: si en 1941 almacenaba 500.000 m³, evaluaciones del 2017 en adelante estiman más de 17 millones. Diversas visitas, mediciones y monitoreos especializados coinciden en advertir grandes probabilidades de que se produzca un desembalse incontrolado, sea por un sismo o por la caída de hielo y rocas del Palcaraju y Pucaranra, nevados que dan origen a la laguna.

Aún resuena en la memoria local de Huaraz el aluvión que mató a más de 1.800 personas en 1941, cuando material desprendido de los picos se abatió sobre Palcacocha y gatilló un desborde que, tras serpentear vertiginosamente por la quebrada Cojup y el río Quillcay, terminó arrasando gran parte de la ciudad. De repetirse, no solo la población estaría amenazada. Imaginemos lo que provocaría un brusco incremento del caudal del río Santa en la hidroeléctrica del Cañón del Pato y en proyectos de irrigación como Chavimochic en La Libertad.

¿Cómo procesan este riesgo las autoridades y los huaracinos? ¿Se han hecho las obras necesarias y el respectivo trabajo con la población para reducir el riesgo y prevenir el desastre? En cuanto a lo primero, hay una mezcla de negacionismo, preocupación e indecisión. Pese al reconocimiento del peligro, cierta sensibilidad regionalista busca minimizarlo, denunciando a quienes lo resaltan como irresponsables y alarmistas. Recuérdese, si no, la denuncia que un gobernador regional planteó contra la NASA en el 2003, cuando la agencia informó con fotos satelitales haber detectado una grieta en el nevado que desagua en Palcacocha y que un desprendimiento provocaría un aluvión que alcanzaría a Huaraz. Años después, en el 2018, medios nacionales advirtieron de un posible desborde por causa del incremento de las aguas almacenadas, lo que irritó a las autoridades locales. Estas no tuvieron mejor idea que reclamar y responder con cartas notariales donde exigían “que se rectifiquen al respecto debido a que noticias de esta naturaleza emiten una mala imagen de nuestra zona”, pues se estaba afectando el turismo y la economía del Callejón de Huaylas.

En cuanto a las obras de mitigación, aún no hay ninguna infraestructura o sistema que reduzca el riesgo y descarte cualquier peligro inminente. Los diques actuales, los trabajos de sifonamiento y el sistema de alerta temprana son recursos necesarios, pero insuficientes.

Sería poco aconsejable adherir posturas sensacionalistas y exageradas en esto. Menos actitudes negacionistas y poco responsables, como tampoco aquellas de inoperancia y postergación permanente de las soluciones serias y determinantes. Ya van muchos años de reuniones, anuncios, denuncias, promesas y normas que supuestamente iban a mitigar la posibilidad de un desborde mortal. Es auspicioso que, por ejemplo, en el Congreso haya resurgido un interés orientado a buscar respuestas al tema: promovida por Víctor Flores, no hace mucho se realizó la mesa de trabajo “Laguna Palcacocha: amenazas y oportunidades”, bajo la óptica de que, si bien se reconocen sus riesgos, la problemática también puede ser favorable para Huaraz.

Palcacocha nos recuerda inevitablemente la tragedia en 1970, donde oportunidad para evitar el desastre hubo: en 1962, escaladores de EE.UU. ascendieron al Huascarán y detectaron un lecho de roca suelto bajo un glaciar. Tras su expedición, informaron de la posibilidad de una avalancha que pondría en peligro esta zona, una advertencia que obtuvo un titular periodístico. Al final, no solo no se hizo nada: aparte de rechazar esa versión, las autoridades y líderes locales prefirieron fustigar a los andinistas. Un funcionario de la época replicó: “Esta oficina deplora una vez más que falsas informaciones sean difundidas sin antes obtener pruebas de fuentes dignas de todo crédito, creando zozobra y la intranquilidad sin razón alguna de poblaciones que no están amenazadas”. Ocho años después, Yungay fue borrada del mapa.

Es claro que en esa época no existían los avances conceptuales e institucionales de hoy en torno de los riesgos, los desastres, la defensa civil, la prevención, el reasentamiento de poblaciones y la vulnerabilidad social. Mayores razones para que el peligro en Palcacocha sea minimizado desde ya, para tranquilidad de la población, de la economía y del turismo en el Callejón. Y no podía ser de otra forma, porque un desastre que se olvida es un desastre con recaída.

Fernando Bravo Alarcón es Sociólogo de la PUCP