Juan Paredes Castro

Cuanto más escuchamos hablar, inclusive jurídicamente, del “golpe fallido” del expresidente , más peligrosamente nos alejamos de la verdad de los hechos que han caracterizado su ejercicio presidencial anticonstitucional.

Que el torpe acto final del , planificado y construido durante año y medio, haya resultado fallido, no debe confundirnos más. En todo ese tiempo tuvimos continuos actos de sedición y conspiración, unos visibles y otros ocultos, encabezados por Castillo, desde el sistema nervioso central del gobierno y de la administración del Estado, con el propósito de desviar el curso democrático del país hacia una dictadura comunista de plazo indefinido.

Los delitos de sedición y conspiración no los cometió Castillo el mismo 7 de diciembre del 2022 en un demencial arrebato de pánico ante el peso de las evidencias de organización criminal que lo comprometían –y que dieron lugar a su inmediata vacancia del cargo por el Congreso–. Ambos delitos, junto con otros, se instalaron en el manejo de la estructura de poder presidencial desde los primeros días del régimen, en respuesta al objetivo central de captura total del Gobierno y del Estado.

Lo que sin duda le falló a Castillo, en esa fecha funesta, fue precisamente ejecutar la captura total del Gobierno y el Estado, incluidas las Fuerzas Armadas y Policiales, mediante la disolución temporal o el sometimiento inmediato de instituciones que hacía año y medio él venía ya desconociendo, manipulando y rechazando, en una abierta vulneración y violentación del orden constitucional.

En efecto, cuando el 28 de julio del 2021 Castillo juró por una inexistente nueva Constitución en lugar de hacerlo por la Constitución vigente, ya estaba perpetrando un golpe de Estado. Lamentablemente, bajo el inmutable consentimiento, en ese instante, de la presidenta del Congreso, quien lejos de conminarlo a corregirse se apresuró a investirlo con la banda bicolor, símbolo de la más alta magistratura de la nación.

A partir de ese momento, Castillo condenó al país, como lo prueban muchos de sus actos de Gobierno y Estado, a vivir en la intensa zozobra del más largo golpe de Estado, real y efectivo, que recuerde la historia peruana, sin que ningún mecanismo del sistema democrático pudiera impedirlo.

A propósito, si tenemos que recordar los golpes de Estado militares y civiles en el curso de la historia, estos no tomaron más tiempo que el necesario para suprimir el orden constitucional y dar paso a una autocracia o dictadura de turno. Castillo se propuso hacerlo hora a hora, día a día, semana a semana, mes a mes, según pudiera forzar las circunstancias políticas y sociales; buscando ganarse, hasta por medios corruptos, la lealtad de la alta oficialidad militar y policial, generando el deliberado caos en la administración del Estado; desafiando y debilitando las prerrogativas de los demás poderes públicos; ahuyentando las inversiones, viniesen de donde viniesen; y abriendo las puertas de Palacio de Gobierno a concentraciones masivas de ronderos, etnocaceristas, licenciados del Ejército y sindicalistas, como ilegales fuerzas de choque de la presidencia.

Castillo y su primer ministro montaron igualmente durante meses encubiertos consejos de ministros al interior del país para desplegar discursos de odio, presentándose como víctimas de una supuesta conspiración de la ultraderecha, argumento que les serviría hasta hoy en su insostenible alegato de inocencia. Castillo y Torres habrían promovido, además, las condiciones de subversión que hoy aparecen reflejadas en el trasfondo de las llamadas ‘Tomas de Lima’, sea para el caso de que triunfara el golpe de Estado y tuvieran que enfrentarse a una dura oposición; sea para el caso de que eventualmente fracasara el golpe de Estado, como en efecto fracasó, y tuvieran que lidiar con el poder en otras manos.

Si tuviéramos que buscar las raíces más lejanas del prolongado golpe de Estado de Castillo, podríamos encontrarlas, de un lado, en la inscripción de su candidatura presidencial bajo el ideario marxista-leninista del partido Perú Libre de Vladimir Cerrón, absolutamente reñido con nuestro sistema constitucional democrático; y, de otro lado, en la propuesta de una asamblea constituyente que no tenía otro fin que formar parte del engranaje golpista de disolución del Congreso y de desmontaje del sistema democrático.

El paso de Castillo por el poder no se circunscribe, pues, a una narración golpista y de control de daños de lo que aconteció durante 24 horas. Abarca año y medio de maniobras sediciosas y conspirativas desde dentro del régimen contra el orden constitucional vigente, que no deben ser ignoradas ni en el proceso fiscal y judicial en curso ni en los mecanismos de defensa del sistema institucional democrático ni en la memoria colectiva aun frágil y permisiva de los peruanos.

De no mediar condiciones drásticas urgentes de control de daños respecto del prolongado golpe de Estado de Castillo, estaremos condenados a ver repetirse la historia, con tanta o mayor impunidad que hoy.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor