Gonzalo Zegarra

La última moda entre la opinología política peruana es decir que la presidenta sería una títere del , verdadero e ilimitado poder fáctico (¡o hasta dictadura!) que no admite contrapesos –escrutinios sobre la elección del TC y el defensor del Pueblo– y además pretende intervenir organismos autónomos como el JNE y la ONPE, entre otras maldades.

Es cierto que el equilibrio de poderes en el Perú resulta problemático. Cuando el Congreso determina el origen y la permanencia del Poder Ejecutivo, estamos ante un parlamentarismo puro. Claramente en el Perú no ocurre lo primero, pero en los últimos años sí ha ocurrido (más de una vez) lo segundo, lo que confirmaría nuestra descripción como un régimen semipresidencialista o un parlamentarizado (el voto de investidura, la cuestión de confianza o las vacancias presidenciales a discrecionalidad del Congreso se inscriben en esa tradición). En mis años de estudiante de Derecho, respetadísimos juristas sostenían que la Constitución de 1993 era “hiperpresidencialista”, algo que hoy no resiste el menor análisis.

El Perú ya no solo no es presidencialista, sino todo lo contrario. ¿Contradictorio? El principio de no-contradicción aristotélico suele ser enunciado (y refutado) de manera incompleta. “Nada puede ser y no ser al mismo tiempo”, reza, pero se omite la última parte: “a la vez y en el mismo sentido”.

El Perú, pues, no es presidencialista –mucho menos híper– en sentido normativo, formal, institucional. En el papel, o sea. No lo fue siquiera durante el fujimorismo, porque la Constitución del 93 no consagra ese diseño, sino el “semi” (como la mayoría de cartas previas, con la notable excepción de la “Vitalicia” de Bolívar, que rigió por 50 días entre 1826-27).

Y en cambio sí lo es en otro sentido –uno sociológico, práctico, político, idiosincrásico–. Presidentes, dictadores y autócratas de todo pelaje –siempre desde el Ejecutivo– han gozado del favor de la opinión pública no solo cuando han concentrado poder en los hechos, sino sobre todo cuando han confrontado abiertamente al Congreso. Ahí están Fujimori (1991-92) y Vizcarra para demostrarlo. Incluso Pedro Castillo que, si bien no gozó de alta popularidad, ha cosechado simpatías ulteriores bajo la psicotrópica percepción de que el Congreso le dio el golpe a él. Presidentes que evitaban ruidosas y abiertas confrontaciones, como Toledo y PPK, obtenían aprobaciones languidecientes.

La gente repudia a los congresistas no solo (pero también) por sus fechorías y desatinos. Rechazó en otros tiempos Congresos con brillantes, elocuentes e intachables tribunos. No hay, pues, una arraigada cultura democrática –como confirma año a año el Latinobarómetro– porque no hay aprecio por la labor parlamentaria ni por el contrapeso ni la limitación del poder. Felizmente, las cartas blancas a los hombres fuertes han durado siempre relativamente poco (máximo 11 años).

Podría plantearse como discusión válida que los mecanismos parlamentaristas constituyen un sensato contrapeso al presidencialismo sociológico. Pero la realidad muestra que esos mecanismos son también abusables hasta el punto de impedir la gobernabilidad (como ha ocurrido varias veces desde el 2016).

Pero, además, un parlamentarismo formal tan divorciado de la realidad sociológica es en sí mismo un problema, si bien uno típico del derecho en general, y del derecho peruano en particular (con su altísima informalidad). Escribí hace 20 años (”Themis-Revista de Derecho N° 46): “Creer que las soluciones jurídicas son fines en sí mismos es un error filosófico, como también lo es, sin duda –en la orilla contraria–, creer que el derecho se debe solo a la constatación de la realidad externa. El derecho se nutre de los ideales que lo inspiran en la búsqueda de un ‘deber ser’ –su dimensión axiológica– tanto como de la constatación de los fenómenos que ocurren en la realidad –dimensión sociológica–”.

No existe democracia sin Congreso –como al parecer quisiera una buena parte de la población–, pero sobreempoderar al Congreso puede resultar contraproducente. Entre el 2001 y el 2016 hubo tres gobiernos que completaron sus mandatos sin tener mayoría parlamentaria. Eso es presidencialismo (en el parlamentarismo es imposible). Las instituciones y sociedades más funcionales son aquellas que, partiendo de la realidad, la van transformando, acercando incrementalmente hacia un deber ser anhelado. En el Perú ambas realidades –ser y deber ser– corren en paralelo en lugar de interactuar. Y, de cuando en cuando, terminan implosionando.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Gonzalo Zegarra M. es consejero de estrategia