Augusto Townsend Klinge

Tan imbricada está la en nuestras vidas que olvidamos que, gracias a ella, estamos todo el tiempo poniéndonos de acuerdo con personas que ni conocemos para que satisfagan nuestras necesidades más apremiantes. Esto suena grandilocuente, pero me estoy refiriendo a algo tan sencillo como pedir el almuerzo del día en una aplicación en el teléfono celular.

Fíjense en lo extraordinario que es esto. Es gracias al restaurante que prepara esa comida, a la persona que la traslada a mi domicilio y a la empresa que habilita la aplicación donde se produce este concierto de voluntades, que puedo resolver casi al instante mi requerimiento alimenticio si tengo, por supuesto, los fondos para cubrirlo. Y, claro, podríamos ir mucho más allá y pensar en toda la gente que participa en la siembra, cosecha o manufactura de los ingredientes de mi elección gastronómica, en su embalaje, transporte, comercialización y demás.

Podríamos discutir si todos los que participamos en esta serie de transacciones estamos dando o recibiendo lo que nos corresponde, incluso el Estado en lo que le toca. Pero cuando uno se pone a pensar en todo esto comprende que la idea de “mercado”, más que un lugar físico o un concepto etéreo, representa un sistema de cooperación humana a gran escala que nos entrega resultados –no perfectos, pero generalmente satisfactorios– a diario.

Ese sistema opera esencialmente como un orden espontáneo guiado por señales de precio (la famosa “mano invisible”) al que le aplicamos ciertas reglas para asegurar su funcionamiento óptimo y corregir sus eventuales fallas. Su gran virtud es que se apalanca en el instinto cooperativo que tenemos las personas, en nuestra capacidad de identificar una necesidad ajena, tomar acción para satisfacerla y recibir por ello una recompensa.

Esto viene ocurriendo desde que la humanidad descubrió en tiempos prehistóricos que las transacciones económicas, cuando son realizadas libremente, generan un beneficio para ambas partes (un juego de suma positiva, como dirían los economistas), pues de otro modo no contratarían entre ellas.

Con todas las revoluciones tecnológicas que hemos atravesado en los últimos dos siglos, el mercado como sistema se ha sofisticado a tal punto que, como decíamos al inicio, ya ni siquiera tenemos que conocer a las personas con las que contratamos. Más que confiar en el individuo u organización que tenemos enfrente, confiamos justamente en el conjunto de reglas que debe asegurar el cumplimiento de la palabra empeñada, y en la tecnología que soporta esas interacciones.

Ahora pensemos en la relación que tiene con la tecnología otro sistema que también depende del instinto cooperativo de las personas y de la confianza que pueda haber en el cumplimiento de las reglas y en la tecnología que permite las interacciones. Me refiero al sistema político.

Hace algunos días, escuché al historiador israelí Yuval Noah Harari decir en una entrevista a Ian Bremmer de Eurasia Group que, a diferencia de otros que han evolucionado a lo digital sin mayores problemas, la política es un sistema analógico, cuya versión vigente fue desarrollada pensando en operar sobre la base de tecnologías del siglo XVII.

Si el mercado gana en eficiencia con la digitalización y el comercio electrónico, lo que hace la virtualización de las interacciones en la política, sobre todo con el efecto burbuja que propician las redes sociales, es inhibir nuestra capacidad de escucha y diálogo con quienes no están dentro de nuestras respectivas cámaras de eco. Estamos perdiendo la costumbre –absolutamente esencial para la política– de conversar cara a cara con quienes puedan desafiarnos con ideas distintas a las nuestras.

Noten cómo, en lugar de potenciar nuestro instinto cooperativo, las redes sociales hacen más bien que nuestro tribalismo se salga de control y que nos cueste más confiar en quienes sentimos que están fuera de nuestras burbujas, a quienes podemos dejar de ver como personas de carne y hueso para convertirlas en espantapájaros a los que solo atacamos para afirmar nuestro vínculo identitario con el grupo al que queremos pertenecer.

Esta es una paradoja de nuestros tiempos que es sumamente importante entender antes de que sea muy tarde: una misma tecnología que en el mercado puede servir para facilitar interacciones basadas en la confianza y generar enormes ganancias en eficiencia, en la política puede generar el efecto opuesto y hacer, más bien, que nos distanciemos cada vez más y vayamos quemando los puentes que nos permiten, como sociedad, ponernos de acuerdo en aquello que es importante para todos.

Augusto Townsend Klinge es fundador del Comité y Cofundador de Recambio